domingo, 17 de febrero de 2013

Por los pueblos blancos de la Sierra de Cádiz

Aprovechar totalmente los días de asueto se ha convertido en nuestra máxima. ¿Por qué salir el sábado si podemos ponernos en la carretera el viernes a las cinco de la tarde? Ahora ya se puede. Se hace de noche alrededor de las siete de la tarde y eso fue lo que nos pasó el viernes 8 de febrero. A esa hora habíamos salido ya al sur de Sevilla y nos metimos gracias al TomTom en una carretera de esas que tienen cuatro números, más muchas curvas y un asfalto muy ondulado, sin arcén y sin nada que marque suficientemente el camino, si exceptuamos las luces de la autocaravana, aderezado con la luz propia del atardecer de frente.


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No veo un pijo, que se dice en mi tierra, en estas circunstancias y esa suele ser la causa por la que no quiero salir tan tarde de Mérida y eso era lo que me temía cuando a las cinco de la tarde emprendimos el camino.
Llegamos ya de noche totalmente cerrada a Morón de la Frontera. Para nada tenía previsto pernoctar en esta población, así que llegamos a las afueras y aparcamos en una zona con pequeñas naves industriales y cerca de la comisaría de la Policía local. Tras un corto paseo encontramos un sitio estupendo. Justo en el parking del Eroski, lugar plano con relativamente poco tráfico y junto a la gasolinera del hipermercado, o sea que al día siguiente podríamos repostar algo más barato.
Aprovechamos para dar una vuelta por unos alrededores con poco interés. Hicimos una pequeña compra en el propio Eroski y nos dejamos caer en el interior de nuestra casita sobre ruedas, confortablemente acondicionada con la calefacción a medio gas, pues la noche era algo fría. El propio ruido del hiper lo dejamos de percibir poco más allá de las nueve.
Decidimos darnos un pequeño homenaje con unos langostinos que compramos en el Eroski junto con una botella de Lambrusco, simplemente y llanamente para celebrar que estábamos allí y después de un mes habíamos vuelto a habitar nuestro yate de carretera.

No teníamos prisa. El desayuno fue opíparo y tranquilo, con tostadas de un estupendo pan que compramos la noche anterior. El aroma del café terminó de despertar nuestros sentidos. El Sol entraba por el gran ventanal de nuestro salón. El día amanecía fantástico y prometía nuevas tierras y nuevas gentes.
Gracias a la salida del viernes, llevábamos casi trescientos kilómetros y una pernocta de ventaja en nuestro plan de ruta.
La pernocta en el área AC de Olvera, la primera que tenía previsto encontrarnos no se produjo. Pasamos por Olvera y seguimos adelante sin detenernos. La carretera había dejado de ser más o menos llana y las curvas y las cuestas arriba se hicieron habituales.
"No os perdáis Setenil de las Bodegas" -nos dijo una amiga y esa sería nuestra meta este soleado sábado. Conoceríamos nuestro primer pueblo blanco del viaje.
Setenil de las Bodegas es un pequeño pueblo, muy cuidado y limpio, con una orografía urbana adaptada al entorno del río que fluye entre sus casas en el que las estas cuelgan del gran cañón que el propio y río y los miles de años que lleva pasando por aquel lugar le dan un aspecto abigarrado con estrechas calles, escaleras y pasadizos bajo la roca que sirve de techo o semitecho a muchas calles y casas. Tuvimos suerte y como los bebés cuando están aprendiendo a andar; en cuanto encontrábamos un sitio suficientemente ancho y largo, allí que parábamos la AC, siempre pensando que sería el preciso para dejarla y visitar Setenil andando. Hasta tres veces aparcamos y seguimos. A la tercera fue la vencida. Ya casi habíamos bajado a la altura del cauce del río Guadaljocín, aunque seguíamos viendo este desde una posición superior.
El día seguía muy soleado, aunque frío.
El protocolo del buen turista autocaravanero cita como segundo hecho a realizar cuando llegas a un sitio nuevo el visitar la Oficina de Turismo. Prácticamente la encontramos casi sin querer. Poco nos informaron del pueblo, si exceptuamos que en un plano en alemán nos señalaron una iglesia, una antigua torre de defensa y poco más. El resto lo descubriríamos nosotros con ese paseo cansino que nos hace recorrer los lugares de manera distinta a como lo hacen los propios lugareños.
Las vistas desde los diversos lugares son extraordinarias. Escaleras de subida y bajada.
Fuimos viendo como la vida en el pueblo despertaba conforme pasaba el tiempo. Poco a poco, las terrazas de los bares de tapas se fueron poblando de un gentío variopinto. La hora del aperitivo dio paso a una amalgama de gentes de diversos países y continentes. Sí, digo continentes, porque una buena pandilla de orientales (me dio por pensar que eran coreanos) ocuparon una mesa aledaña a la nuestra. Habíamos escogido un bar de tapas típico de Setenil. Tanto la calle como el propio bar tenían un nexo en común que el techo de ambos era las piedras que sobresalían del tajo que el río había ido excavando con el paso de los años. El Sol calentaba nuestros cuerpos por fuera, mientras que el vinillo, la cerveza y las viandas lo hacían por dentro. En poco menos de una hora que estuvimos allí sentados observamos ir y el venir de las gentes, lugareños y foráneos.
Tras un corto paseo por calles diferentes a las que habíamos recorrido anteriormente, llegamos de nuevo a nuestra AC.

Seguiré.

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